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El ahorro es la base de la…competitividad

Semanario Búsqueda (Uruguay)

Cuando en 2006 Andrés Velasco asumió en Chile como Ministro de Hacienda en el gobierno de Michelle Bachelet, su primera medida fue enviar al Congreso un proyecto de Ley de Responsabilidad Fiscal que buscaba institucionalizar la estabilidad macroeconómica y limitar la caída del tipo de cambio. Dicha legislación -aprobada luego casi por unanimidad- no sólo reafirmó la regla fiscal de un superávit estructural de 1% del PIB, desechando los reclamos iniciales por mayor gasto público, sino que además creó un fondo de reserva para las pensiones mínimas, introdujo un segundo fondo para manejar los excedentes del cobre en el exterior y autorizó a las empresas con contabilidad en moneda extranjera a pagar sus impuestos en dólares. A su vez, el gobierno capitalizó al Banco Central, cuyo patrimonio se había evaporado por las pérdidas asociadas al descalce de monedas, y asumió un rol más activo en el mercado cambiario al financiar parte del déficit en pesos con emisión de deuda en moneda nacional. Como resultado, entre 2006 y 2008, el Fisco chileno acumuló superávits fiscales por 22% del PIB, pasó de deudor a acreedor neto y –si bien no evitó la caída del tipo de cambio- logró atenuarla.

Como Chile hace cuatro años, Uruguay también enfrenta hoy el desafío de consolidar la estabilidad macro y revertir o atenuar la caída del  tipo de cambio. Es cierto que una parte significativa del fortalecimiento del peso uruguayo en último lustro ha respondido al debilitamiento global del dólar y al consiguiente aumento de los precios externos relevantes. Pero otra parte de dicha apreciación también ha estado vinculada a los sesgos implícitos en materia de las políticas públicas. Por un lado, ha incidido significativamente el mayor gasto público, lo cual –pese al boom de crecimiento y recaudación- ha impedido transitar hacia algún superávit fiscal. Por otra parte, también ha influido la necesidad de sostener tasas de interés altas para mantener controlada la inflación en el contexto de reajustes salariales desalineados de la productividad y de las expectativas de IPC.

Las señales entregadas la semana pasada por el equipo económico uruguayo buscan darle mayor consistencia a las políticas públicas y se enmarcan en el espíritu de las impulsadas por Velasco hace cuatro años atrás en Chile. Van en la dirección correcta el compromiso de acotar el crecimiento del gasto público al del PIB, las señales de una menor expansión de los salarios, la capitalización del Banco Central y la concentración del manejo cambiario (y sus potenciales pérdidas) en el MEF. Con todo, existe el riesgo de que sean insuficientes para devolverle a la economía mayores niveles de competitividad, mientras no se logre disminuir el tamaño del gasto fiscal (como porcentaje del PIB) y se alcancen superávits fiscales en forma sostenida.

En efecto, en el caso de Chile, la evidencia disponible sugiere que –de no mediar el altísimo ahorro fiscal- el tipo de cambio real habría mostrado una caída entre 15% y 20% mayor a la observada entre 2005  y 2008. Si bien la intervención cambiaria relocalizada en el gobierno, pudo afectar contener transitoriamente la caída nominal del dólar, dicha medida habría sido esencialmente neutral en su comportamiento de largo plazo. Ninguna novedad. Los ajustes en el portafolio de activos del gobierno (más moneda extranjera) o en la estructura de su deuda (más moneda nacional) no alteran los fundamentos cambiarios. Lo que realmente importa -lo que afecta en el largo plazo el valor real de la moneda- es el tamaño del gasto y del ahorro público. Lo que genuinamente influye es cuánta presión en la demanda de bienes y servicios no transables ejerce el impulso fiscal (y salarial, tanto público como privado). Cuánto mayor sea toda esa presión, mayor será el ajuste cambiario requerido para esquivar un desborde inflacionario y asegurar la estabilidad de precios.

Pero para obtener ganancias “reales” en competitividad no sólo hay que resistir las presiones por mayor gasto público, sino también incentivar el ahorro privado (preferentemente en el exterior) y acelerar las medidas que aumenten la productividad general de la economía. Cierto. Además del ámbito cambiario, existen otras dimensiones que pueden ser aún más relevantes para fomentar la capacidad de competencia del país: infraestructura vial, costos y políticas laborales, presión tributaria, estabilidad en el acceso a mercados, calidad del capital humano, disponibilidad de puertos y aeropuertos, y tarifas más competitivas en energía, transporte, telecomunicaciones y otros servicios.

Puede concluirse, entonces, que los éxitos de la intervención cambiaria, ahora más alojada en el MEF que en el BCU, seguirán siendo efímeros a menos que vayan acompañados de un gran aumento del ahorro público, más incentivos (no menos) al ahorro privado en el exterior y reformas eficientes en las otras dimensiones de la competitividad. Sin esas condiciones, dicha intervención no será más que una ilusión que rápidamente se desvanecerá con el aumento de los costos internos y la inflación.

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