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La caída china

Durante las últimas semanas, el debate económico global estuvo muy centrado en la crisis de Grecia, pero menos en China y en el colapso de la Bolsa de Shanghai. Esto es, indudablemente, mucho más importante para la propia Eurozona, el mundo, los commodities y las perspectivas para América Latina. ¿Estaremos ante un panorama más sombrío para el gigante asiático? ¿Qué podríamos esperar?

Antes de los recientes signos de estabilización, las acciones chinas llegaron a perder cerca de un tercio de su valor en el caso de las llamadas A (que solo pueden ser transadas por residentes), y casi un cuarto en las denominadas H (abiertas a la inversión internacional en Hong Kong).

Puesto así, evidentemente, da para preocuparse, tal como lo reflejó el conjunto de medidas adoptado por las autoridades de Beijing tras dichas caídas. Algunas respuestas, como la mayor expansión monetaria y provisión de líneas de liquidez, estuvieron bien orientadas, pero otras como suspender aperturas bursátiles, prohibir transacciones u obligar a institucionales a comprar acciones, parecen haber incrementado las turbulencias.

Como es sabido, las bolsas de valores suelen ser buenos indicadores de los escenarios económicos futuros.

Por ejemplo, una corrección de esta magnitud refleja generalmente un aumento en el costo de capital de las empresas y/o peores perspectivas para sus utilidades, todo lo cual lleva implícito menor inversión y crecimiento. En paralelo, también puede implicar pérdidas de riqueza para las personas, con el consiguiente impacto en consumo, y hasta una crisis financiera, dependiendo de cuán expuestos estén los bancos al financiamiento de las compras de acciones e incluso a las propias empresas.

Sin embargo, China tiene varias particularidades que tienden a moderar dichos riesgos.

Primero, su volatilidad bursátil ha sido históricamente muy alta, con expectativas que suelen pasar por excesos de optimismo y de pesimismo.

Eso se explica, sobre todo en el caso de las acciones A, por ciertos problemas de liquidez, la baja apertura de la cuenta de capitales y una alta participación de pequeños inversionistas, que no tienen gran cultura financiera, ni muchas opciones de ahorro. De hecho, el colapso reciente había estado precedido justamente por un alza, en menos de un año, de 150% de la Bolsa de Shanghai (A), y que había llegado a casi 50% en el caso de Hong Kong (H). Es por eso que algunos analistas y medios de prensa habían alertado sobre la existencia de una posible burbuja. Y hasta sobre un patrón parecido al de Wall Street hacia fines de los ’20 y en La Gran Depresión.

Segundo, en parte como resultado de la mencionada volatilidad, las señales de la bolsa china suelen ser algo engañosas respecto a las perspectivas para la actividad. Así como antes advertíamos que el boom previo no necesariamente sugería una reaceleración de la inversión y del crecimiento, tampoco cabría esperar ahora un aterrizaje duro.

Tercero, si bien es posible algún impacto en el consumo, éste debería ser limitado. Por un lado, el componente bursátil es aún bajo dentro de la riqueza de las familias. Por otro, incluso luego de las correcciones recientes, las acciones A duplican el valor de un año atrás. Y en el caso de las H, el índice quedó 10% más arriba que a mediados de 2014 y prácticamente en el promedio de la última década.

Cuarto, otra particularidad de China es la baja exposición del sistema bancario –vía créditos- al mercado bursátil. En este sentido, el ajuste tendría consecuencias como el registrado por las acciones tecnológicas en Estados Unidos en el 2000, con algún impacto en la riqueza de los agentes económicos, pero sin arrastrar una crisis financiera.

Y por último, pero quizás lo más importante, están las fortalezas de China y su capacidad para hacer políticas contracíclicas. En lo estructural, siguen destacando los bajos niveles de deuda pública y de pasivos externos netos.

En lo coyuntural, la caída bursátil aceleró la expansión monetaria, con nuevas rebajas de la tasa referencial y de los encajes bancarios, y reafirmó la perspectiva de un mayor impulso fiscal para el segundo semestre del año, sobre todo en materia de inversión pública.

Si bien todo esto lleva a descartar escenarios de aterrizaje duro o crisis, no da para ser muy optimista, ni esperar una gran reaceleración de la actividad en el corto plazo. El PIB, cuyo crecimiento se ubicó en 7% durante el segundo trimestre, podría seguir a un ritmo parecido en lo inmediato, apoyado en la ganancia de términos de intercambio derivada de la caída de los commodities y en las políticas expansivas adoptadas.

Pero hoy existen más dudas de que eso esté garantizado. A la corta y a la larga. Porque, además de la mayor (y no menor) intervención estatal, los riesgos e inestabilidades financieras podrían enlentecer el ritmo de reformas requerido para asegurar el 7% de crecimiento potencial.

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