Crisis educativa en Uruguay: Centrar el péndulo
Búsqueda (Uruguay)
Al menos tres hechos deberían reflotar el debate sobre la crisis educativa en Uruguay. Primero, la constatación de escasos avances en el tema al cumplirse tres años que el presidente José Mujica definiera lo definiera como prioritario en su gestión. Segundo, la distinción del papa Francisco al Liceo Jubilar y su director Gonzalo Aemilius, debido esencialmente a sus buenos resultados educativos e inclusivos. Por último, el ejemplo de México y la reforma impulsada por el presidente Enrique Peña Nieto, antes de completar sus primeros 100 días de gobierno.
Evidentemente que abordar el tema educacional exige recopilar muchos elementos de diagnóstico y medidas propuestas, siguiendo algunos trabajos académicos y los ejemplos de los países más exitosos. Eso es agenda para futuras columnas.
Pero como punto de partida, resulta clave plantear que la crisis educativa es el reflejo sobre todo de una crisis más general en Uruguay, de larga data, que no comienza en 2005, sino que se arrastra desde quizá la primera parte del siglo XX. Y que, como ha planteado el economista Martín Rama, ex investigador del Centro de Investigaciones Económicas (CINVE) y actualmente en el Banco Mundial, viene -entre otros factores- de la pérdida de autonomía del sistema político respecto a algunos actores sociales. Esto explicaría una parte importante de los problemas en muchas áreas y del retroceso relativo generalizado que la economía uruguaya experimentó durante varias décadas del siglo pasado.
Fue así que el diseño y la ejecución de las políticas públicas en educación, pero también en salud, inserción externa y varios otros ámbitos, dejaron de privilegiar el interés general y sobreponderaron las propuestas y demandas particulares. Estas fueron canalizadas, según Rama, a través de manejos redistributivos ineficientes e ineficaces que apropiaron algunas corporaciones –empresariales o laborales-, en vez de la sociedad en su conjunto.
Ese enfoque habría estado vigente en Uruguay por casi ya un siglo, después que –dice el propio autor– el otrora Estado fuerte Batllista perdió autonomía y se volvió permeable a esos intereses sectoriales, los cuales lo movieron -cual péndulo- de un extremo a otro.
Por un lado, estuvo el ascenso de ciertos corporativismos y clientelismos entre los treinta y los setenta. Y por otro, la prohibición y represión de movimientos sociales y gremiales en la dictadura.
Con todo, desde hace tres décadas, parece estar la expectativa en la sociedad de volver a un pasado que ciertas políticas habría transformado.
El retorno a la democracia y sobre todo el gobierno del Frente Amplio, fueron vistos como un intento de restauración de cierto orden económico y social, pero sobre todo de privilegiar algunos sectores que se consideraban postergados.
La educación no escapa a todo ese proceso y refleja bien la ausencia de avances en la interacción entre actores sociales y el Estado. Parece un ejemplo evidente en que el Estado y las políticas públicas han quedado capturados por corporativismos como lo reconoce una gran mayoría. De hecho, ya hace un tiempo, fue el propio vicepresidente de la República, Danilo Astori, quien declaró en Búsqueda, que “la estructura está al servicio del docente y no está al servicio del alumno”.
Y eso no significa que la mayoría de los docentes actúe así. No cabe la generalización. Pero algunos dirigentes suelen hacer sus demandas económicas (e incluso políticas y de otro orden) proclamando el interés general cuando en realidad buscan el interés individual.
Todo eso es inevitable y en parte legítimo. Lo que no puede pasar es que el árbitro –el Estado a través de sus políticas- privilegie demandas que suelen estar en contradicción con el interés general. El Estado debe velar por todos.
Quizá quien mejor ha definido este enfoque fue René Cortázar a poco de asumir como ministro de Trabajo del presidente Patricio Aylwin en Chile, durante el primer gobierno de la Concertación. “Hemos vivido una historia pendular, no es que ahora les toca a los otros, ahora nos va a tocar a todos”. O sea, aún a riesgo de cierta injusticia intertemporal, se trataba de centrar el péndulo, ya fuera en políticas laborales, educativas, o del gobierno en su conjunto.
Hubo, por lo tanto, una definición estratégica de ejecutar políticas que buscaran el interés general y estuvieran basadas en un diseño técnico, transversal y consensuado. Fue eso lo que emergió, primero, de los centros de estudios ligados a los partidos políticos, y luego de las comisiones ad hoc designadas por los propios presidentes de la República, abarcando los más diversos temas. Y a su vez, para que dichas propuestas pudieran materializarse, fue clave el respaldo de los principales líderes políticos.
Ese debería ser el camino a seguir por Uruguay en materia de reforma educativa. Que se lo transite no significa revertir la crisis en esta década, pero al menos evitaría la tragedia de que se prolongue por otros 20 o 30 años.