Educación e igualitarismo
Semanario Búsqueda (Uruguay)
Desde hace tiempo se ha instalado el consenso sobre la gravísima crisis educativa en Uruguay. Las Pruebas PISA 2012 no sólo confirmaron la tendencia al deterioro en la calidad, sino también la divergencia respecto a algunos países de la región y al promedio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Pero más grave aún siguen siendo los problemas de cobertura, con un tercio de los preescolares fuera del sistema educativo y la deserción de casi 65% en secundaria.
Reconocida la crisis, también ha emergido el consenso sobre su carácter multidimensional y la necesidad de políticas urgentes para atacarla. Hay, sin embargo, desacuerdos y dudas respecto a las medidas concretas a adoptar, sobre todo desde una perspectiva más micro: en la estructura, organización y diseño de incentivos para el sector.
Pero, previo a eso, hay un par de temas macro, poco enfatizados, cuya evolución puede condicionar los éxitos de cualquier reforma educativa.
Uno ya lo abordé en una columna anterior («Centrar el péndulo»): la crisis educativa refleja, en parte, una crisis más general en Uruguay relacionada con la pérdida de autonomía del Estado y sistema político respecto a las agendas de algunos actores sociales.
El otro es que el incentivo a educarse depende del crecimiento económico, del dinamismo y estructura del mercado laboral y del enfoque predominante en el país sobre la igualdad de los ingresos.
¿Qué quiere decir esto?
Primero, significa que la disposición a educarse de una persona depende esencialmente de cuán atractiva (y riesgosa) perciba la correspondiente remuneración a futuro. En una economía muy plana, con bajo crecimiento, sin gran dinamismo ni oportunidades, la persona proyectará una baja rentabilidad (o un alto riesgo) para su inversión en educación, o simplemente la necesidad de capturarla en el exterior. Ejemplos en esta dirección fueron Irlanda en los ochenta o el propio Uruguay en los sesenta. Ambos tenían poblaciones muy educadas, pero sin grandes oportunidades en el país, con problemas de inserción laboral dentro de fronteras, que terminaron emigrando en pro de mejores alternativas.
Lo segundo importante es que –aún teniendo una economía que crece- la estructura y política laboral pueden desalentar también el interés por educarse. Por ejemplo cuando el mercado del trabajo es rígido, poco dinámico e impide una rápida inserción y movilidad. O cuando algunos de sus actores relevantes (sindicatos, Estado) tienden a desconectar salarios de productividad
Y tercero, es clave el énfasis prevaleciente en el país y en las políticas públicas respecto al igualitarismo en el ingreso, por sobre la igualdad de oportunidades. Esto suele crear incentivos perversos: no habrá mucho estímulo a que una persona invierta más en su educación -realice cursos complementarios y sacrifique ingresos para hacerlo- si luego es castigada con un sistema tributario u otras políticas que tienden a homogeneizar las retribuciones, independiente de la preparación y los méritos.
Hay que aceptar que una parte de la desigualdad (en los resultados) es “natural”: tendrán remuneraciones superiores aquellas personas con más horas dedicadas al estudio, mayor capital humano, ciertos talentos y alta productividad. Habrá inevitablemente desigualdades en “el punto de llegada” como suele aceptarse para el fútbol en Uruguay. ¿Cuestiona alguien el enriquecimiento de Edison Cavani y Luis Suárez, o la “peor” distribución de la riqueza que generaron entre los “salteños”?
Lo cuestionable e inaceptable es validar la desigualdad en el punto de partida. Lo inevitable es que unos correrán más rápido, otros más lento, y habrá diferencias en resultados (en ingresos).
Es por ello que las políticas deben estar orientadas a emparejar en la partida, no en la llegada. A la larga, eso terminará operando como un poderoso incentivo a la permanencia en el sistema educativo.
En este sentido, Uruguay está en un círculo vicioso porque –como ha mostrado el economista Claudio Sapelli- la educación tiende a amplificar las brechas de origen en el país, en vez de cerrarlas. Esto tiende a incubar mayor desigualdad en el ingreso que sólo transitoriamente puede ser amortiguada con políticas redistributivas en la etapa favorable del ciclo. Pero en tiempos más “normales” o derechamente de “vacas flacas”, aflorará un inexorable deterioro en la distribución que podría reforzar políticas (tributarias, laborales, etc) menos proclives aún a invertir (individualmente) en capital humano.
Por lo tanto, todo esto impone un desafío incluso mayor para abordar la crisis educativa. La visión -quizá simplificada y optimista- de que basta adoptar medidas en pro de mayor cobertura y calidad de la educación parece una condición necesaria, pero insuficiente. Se requiere, además, una mejor orientación en los enfoques implícitos en materia de crecimiento económico, mercado laboral, reforma del Estado e igualdad de los ingresos (o mejor dicho, de las oportunidades).