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12 años de «desdolarización»

Búsqueda (Jueves 12 de junio)

Tres fueron los fundamentos que citó Moody’s hace algunos días para subir la calificación de riesgo de Uruguay a Baa2, su mejor rating histórico y un escalón más arriba que el mínimo para grado inversor. Además de estimar un mayor crecimiento potencial (4%) y una menor exposición a la región, temas sobre los cuales me he referido en columnas anteriores, la agencia destacó la consolidación del mejor perfil crediticio del Estado uruguayo. O sea, el buen manejo de la deuda pública. Y lo hizo enumerando la caída del endeudamiento (a cerca de 40% del PIB en términos netos), el alargamiento de sus plazos (12 años promedio) y su menor grado de dolarización (35% del total). Quisiera concentrarme en este último aspecto, más allá incluso de la deuda pública.

Hacia mediados de los setenta la dolarización emergió en Uruguay como mecanismo de protección contra la inflación y las devaluaciones cambiarias derivadas de desequilibrios crónicos. Eso no era posible previamente por la baja apertura de la cuenta de capitales y porque la divisa estadounidense ni siquiera tenía curso legal.

Pese a que crisis de 1982 evidenció las fragilidades financieras asociadas a la creciente dolarización, no hubo en los años siguientes grandes cambios de política que tendieran a reducirla. Por el contrario, con la inflación cerca de 70% y la persistencia de otros desequilibrios, los agentes económicos acentuaron la sustitución del peso uruguayo por el dólar. Esto contrastó con Chile, por ejemplo, donde la crisis desencadenó medidas que impulsaban el uso de la UF (Unidad de Fomento), que se reajusta según el Índice de Precios al Consumidor (IPC).

Fue recién a mediados de los noventa que en Uruguay, en parte por la experiencia chilena, aparecieron propuestas promoviendo la desdolarización. Destacaron las impulsadas por Gerardo y José Licandro con una agenda de investigación desde el Banco Central, pero también las hubo desde el sector privado, como un estudio para AFAP República (1996), en el que participé.

Sin embargo, los progresos fueron escasos y las fragilidades financieras propias de la dolarización siguieron vigentes hacia inicios del milenio, en medio -otra vez- de un escenario que justificaba una fuerte depreciación del tipo de cambio real. Si bien respecto a 1982 se había reducido el descalce por moneda en los balances bancarios, éste aún lo tenían sus clientes y el gobierno, que estaban mayoritariamente financiados en dólares, pero con ingresos en pesos. Esto exacerbó el colapso de 2002.

Fue así que, en medio de la crisis, comenzaron a fundarse algunos pilares para reducir esas fragilidades financieras. Además de avanzar formalmente hacia una Oficina de Deuda Pública alojada en el Ministerio de Economía, siguiendo la exitosa experiencia de otros países, se creó la UI o Unidad Indexada al IPC. Esto ocurrió exactamente hace doce años y representó la piedra fundamental pro desdolarización y reconstrucción de los mercados en moneda nacional.

La UI fue un pilar clave al llenar una necesidad insatisfecha y por sus buenas propiedades para desarrollar instrumentos de ahorro (y préstamo). Por un lado no sólo constituye una protección eficiente contra la inflación, sino que facilita el crédito de largo plazo. Por lo tanto, su creación cumplió el rol de “completar mercados”.

La desdolarización, sin embargo, se ha dado de manera heterogénea durante estos doce años.

El mayor avance estuvo justamente en la deuda pública, con las emisiones de títulos en UI a casi todos los plazos relevantes. Esto permitió generar una curva de rendimiento que hoy opera como referencia para las colocaciones privadas.

Paralelamente, el gobierno también profundizó las emisiones en pesos de los tramos más cortos. Esto entregó más información sobre las expectativas inflacionarias y la credibilidad de las políticas.

Con todo, lo más importante de la desdolarización de la deuda, ha sido la mejor posición en que queda el Estado ante un escenario de alza fuerte del tipo de cambio real en el futuro. Si bien estuvo pagando un mayor costo al sesgar el financiamiento a moneda nacional, esto ha sido a beneficio de bajar la probabilidad y el impacto de eventos como los de 1982 o 2002.

En el sector privado, si bien también hubo avances, estos han sido más lentos, destacando el protagonismo de la UI en el crédito inmobiliario, tanto por la redefiniciones del Banco Hipotecario, como por los cambios regulatorios para el resto de la banca.

Por su parte, los préstamos en pesos ya no tienen como único destino el consumo, sino que ha ido creciendo la demanda desde las empresas.

Donde los progresos han sido poco significativos, sobre todo en comparación con los registrados últimamente por Perú (o Bolivia), es a nivel del ahorro financiero, donde los depósitos en moneda extranjera aún representan 70% del total, y en las transacciones de activos o bienes durables, cuya fijación de precios sigue mayoritariamente en dólares.

De ahí que, más allá de la coyuntura, deba insistirse con la agenda pro desdolarización, cual política de Estado que ha sido. Y ella no sólo debería incluir una mayor educación financiera, con la promoción del ahorro en UI o pesos, sino también el avance hacia alguna regla fiscal, una inflación baja y estable y la corrección de otros desequilibrios. Sólo con gran estabilidad macro, será posible una mayor “pesificación” estructural.

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